Recuperar el sentido de la vida

Cuando una persona sufre diariamente una situación de indefensión constante debido al uso contra su persona de humillaciones, vejaciones y demás aberraciones de la conducta humana, acaba desarrollando un mecanismo de defensa para dejar de sentir el dolor que le provoca esta situación de maltrato.

 

El ser humano, en estas condiciones, acaba desarrollando un  sentimiento de apatía que le lleva a dejar de sentir el sufrimiento (lo que antes causaba una gran impotencia, ahora se ve con normalidad) que la situación le causa. Además, ésto viene acompañado de una pérdida de interés por su entorno, por el mundo que le rodea... es la llamada "muerte emocional", según Víctor Frankl.

Víctor Frankl nació en Viena en 1905, desde joven se interesó por la psicología y se especializó en neurología y psiquiatría. En 1942, recién casado, fue deportado al campo de concentración de Theresienstadt junto a su esposa y sus padres y, en 1944, fue enviado a Auschwitz. Posteriormente estuvo en un par de campos de concentración más. Su esposa y sus padres fallecieron en los campos de concentración. Frankl considera que pudo sobrevivir porque supo dar un significado o un sentido a su existencia.

 

En 1945 publicó "El hombre en busca de sentido", contando la experiencia que vivió, desde el punto de vista de un psiquiatra y, a continuación desarrolló la "Logoterapia", considerada la "Tercera Escuela Vienesa de Psicología".

 

Su carrera profesional estuvo plagada de puestos importantes y reconocimientos; a los 67 años se sacó el carné de piloto.

 

Seguidamente hablé del futuro inmediato. Y dije que, para el que quisiera ser imparcial, éste se presentaba bastante negro y concordé con que cada uno de nosostros podía adivinar que sus probabilidades de supervivencia eran mínimas: aun cuando ya no había epidemia de tifus yo estimaba que mis propias oportunidades estaban en razón de uno a veinte. Pero también les dije que, a pesar de ello, no tenía intención de perder la esperanza y tirarlo todo por la borda, pues nadie sabía lo que el futuro podía depararle y todavía menos la hora siguiente. Y aun cuando no cabía esperar ningún acontecimiento militar importante en los días sucesivos, quiénes mejor que nosotros, con nuestra larga expe­riencia en los campos para saber que a veces se ofrecían, de repente, grandes oportunidades, cuando menos a nivel individual. Por ejem­plo, cabía la posibilidad de que, inesperadamente, uno fuera destinado a un grupo especial que gozara de condiciones laborales particular­mente favorables, ya que este tipo de cosas constituían la "suerte" del prisionero. 

 

Pero no sólo hablé del futuro y del velo que lo cubría. También les hablé del pasado: de todas sus alegrías y de la luz que irradiaba, brillante aun en la presente oscuridad. Para evitar que mis palabras so­naran como las de un predicador, cité de nuevo al poeta que había es­crito : ' 'Was du erlebt, kann kfine Macht der Welt dir rauben, ningún poder de la tierra podrá arrancarte lo que has vivido." No ya sólo nuestras experiencias, sino cualquier cosa que hubiéramos hecho, cua­lesquiera pensamientos que hubiéramos tenido, así como todo lo que habíamos sufrido, nada de ello se había perdido, aun cuando hubiera pasado; lo habíamos hecho ser, y haber sido es también una forma de ser y quizá la más segura. 

 

Seguidamente me referí a las muchas oportunidades existentes para darle un sentido a la vida. Hablé a mis camaradas (que yacían in­móviles, si bien de vez en cuando se oía algún suspiro) de que la vida humana no cesa nunca, bajo ninguna circunstancia, y de que este infi­nito significado de la vida comprende también el sufrimiento y la ago­nía, las privaciones y la muerte. Pedí a aquellas pobres criaturas que me escuchaban atentamente en la oscuridad del barracón que hicieran cara a lo serio de nuestra situación. No tenían que perder las esperan­zas, antes bien debían conservar el valor en la certeza de que nuestra lucha desesperada no perdería su dignidad ni su sentido. Les aseguré que en las horas difíciles siempre había alguien que nos observaba —un amigo, una esposa, alguien que estuviera vivo o muerto, o un Dios— y que sin duda no querría que le decepcionáramos, antes bien, esperaba que sufriéramos con orgullo —y no miserablemente— y que supiéra­mos morir. 

 

Y, finalmente, les hablé de nuestro sacrificio, que en cada caso te­nía un significado. En la naturaleza de este sacrificio estaba el que pa­reciera insensato para la vida normal, para el mundo donde imperaba el éxito material. Pero nuestro sacrificio sí tenía un sentido. Los que profesaran una fe religiosa, dije con franqueza, no hallarían dificulta­des para entenderlo. Les hablé de un camarada que al llegar al campo había querido hacer un pacto con el cielo para que su sacrificio y su muerte liberaran al ser que amaba de un doloroso final. Para él, tanto el sufrimiento como la muerte y, especialmente, aquel sacrificio, eran significativos. Por nada del mundo quería morir, como tampoco lo queríamos ninguno de nosotros. Mis palabras tenían como objetivo dotar a nuestra vida de un significado, allí y entonces, precisamente en aquel barracón y aquella situación, prácticamente desesperada. Pude comprobar que había logrado mi propósito, pues cuando se encendie­ron de nuevo las luces, las miserables figuras de mis camaradas se acer­caron renqueantes hacia mí para darme las gracias, con lágrimas en los ojos. Sin embargo, es preciso que confiese aquí que sólo muy raras ve­ces hallé en mi interior fuerzas para establecer este tipo de contacto con mis compañeros de sufrimientos y que, seguramente, perdí mu­chas oportunidades de hacerlo. 

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Con torpes pasos, los prisioneros nos arrastramos hasta las puertas del campo. Tímidamente miramos a nuestro derredor y nos mirábamos unos a los otros interrogándonos. Seguidamente, nos aventuramos a dar unos cuantos pasos fuera del campo y esta vez nadie nos impartía órdenes a gritos, ni teníamos que apresurarnos en evitación de un golpe o un puntapié. ¡Oh, no! ¡Esta vez los guardias nos ofrecían cigarrillos! Al principio a duras penas podíamos reconocerlos, ya que se habían dado mucha prisa en cambiarse de ropa y vestían de civiles. Caminábamos despacio por la carretera que partía del campo. Pronto sentimos dolor en las piernas y temimos caernos, pero nos repusimos, queríamos ver los alrededores del campo con los ojos de los hombres libres, por vez primera. "¡Somos libres!", nos decíamos una y otra vez y aún así no podíamos creerlo. Habíamos repetido tantas veces esta palabra durante los años que soñamos con ella, que ya había perdido su significado. Su realidad no penetraba en nuestra conciencia; no podíamos aprehender el hecho de que la libertad nos perteneciera. 

 

Llegamos a los prados cubiertos de flores. Las contemplábamos y nos dábamos cuenta de que estaban allí, pero no despertaban en nosostros ningún sentimiento. El primer destello de alegría se produjo cuando vimos un gallo con su cola de plumas multicolores. Pero no fue más que un destello: todavía no pertenecíamos a este mundo. 

 

Por la tarde y cuando otra vez nos encontramos en nuestro barracón, un hombre le dijo en secreto a otro: "¿Dime, estuviste hoy contento?" Y el otro le contestó un tanto avergonzado, pues no sabía que los demás sentíamos de igual modo: "Para ser franco, no". Literalmente hablando, habíamos perdido la capacidad de alegrarnos y teníamos que volverla a aprender, lentamente. 

 

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Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud hacia la vida. Tenemos que aprender por nosotros mismos y, después, enseñar a los desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino que la vida espera algo de nosostros. Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como en seres a quienes la vida les inquiera continua e incesantemente. Nuestra contestación tiene que estar hecha no de palabras ni tampoco de meditación, sino de una conducta y una actuación rectas. En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo. 

 

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El ser humano no es una cosa más entre las cosas; las cosas que se determinan unas a otras; pero el "hombre", en su última instancia, es su propio determinante. Lo que llegue a ser -dentro de los límites de sus facultades y de su entorno- lo tiene que hacer por sí mismo. En los campos de concentración, por ejemplo, en aquel laboratorio vivo, en aquel banco de pruebas, observábamos y éramos testigos de que algunos de nuestros camaradas actuaban como cerdos mientras que otros se comportaban como santos. El "hombre" tiene dentro de sí mismo ambas potencias; de sus decisiones y no de su condición depende cuál de ellas se manifieste. 

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"El hombre en busca de sentido". Victor Frankl (1905-1997).

 

 

Alice Herz-Sommer es un ejemplo fascinante de "actitud hacia la vida". Hace más de un lustro que cumplió los 100 años y parece conservar sus recuerdos casi intactos. Mantiene la energia y el brillo en sus ojos, además de las ganas de seguir conectada con la gente. Nació en Praga, en 1903. Antes de que los nazis ocuparan su ciudad, trabajaba como concertista de piano y tenía cierta reputación. Aunque la mayor parte de su familia y de sus amigos abandonó Praga al comienzo de la ocupación, ella se quedó para cuidar de su madre enferma. En 1943 fue enviada al campos de concentración de Theresienstadt junto a su hijo de 6 años y, su marido, a Auschwitz. Después de la liberación vivió en Praga hasta 1949, fecha en la que se trasladó a Israel para reunirse con su familia, trabajando como profesora de música. En 1986 emigró a Reino Unido, junto a su hijo, afamado violonchelista y director de orquesta. Su marido murió libre en 1944.

 

Alice considera que su optimismo más su amor por la música han sido fundamentales para su longevidad. Gracias a su habilidad con el piano, contó con lo que Frankl denominó la "suerte" del prisionero", y  fue enviada al único campo de concentración donde no se separaban a los hijos de sus madres, con fines propagandísticos.

 

 

Su piano sigue sonando muy bien.

 

Solo cuando somos tan viejos, solamente entonces, nos hacemos conscientes de la belleza de la vida. Alice Herz Sommer (1903-2014). 

- Actualización:  Alice falleció dos años después de la publicación de este artículo.

Jesús Mendieta Martínez


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